Sábado, 01 de Febrero 2025

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Cultura y democracia (parte 1)

Por: Alonso Solís

Cultura y democracia (parte 1)

Cultura y democracia (parte 1)

¿Para qué sirve ir a la universidad? Contrario a lo que piensan no pocos funcionarios y expertos educativos, ir a la universidad sirve para obtener no un empleo sino una forma de vida y una cultura o educación (conceptos casi sinónimos). La cultura no es un apéndice o una nimiedad: es el rasgo fundamental del hombre. Lenguaje, religión, filosofía, arte, moralidad: somos, qué duda cabe, el animal simbólico, diría Ernst Cassirer. Habitamos no sólo un universo físico o material: vivimos en un mundo histórico y simbólico. Y es precisamente la educación la que nos ayuda a actuar en él, la que nos ayuda a orientarnos críticamente en la vida, a contribuir a la sociedad y a recrearnos en la belleza de las obras humanas. Acaso los valores cardinales de la universidad sean la verdad, la belleza y el bien.

Gracias al concepto de cultura desarrollado por muchos antropólogos, y gracias a la hegemonía de la “sociedad del espectáculo” (como la llamó Guy Debord en 1967), hoy todo es cultura. Sin embargo, donde todo es cultura, ésta desaparece y todo, escribe Carlos Granés, se vuelve batalla cultural. Hasta hace poco, por cultura entendíamos aún el conjunto de las humanidades y bellas artes: filosofía, literatura, música, pintura, escultura, danza, teatro y cinematografía. Bajo esta acepción clásica o humanista, la gastronomía, el diseño de modas o la literatura light no son cultura. Son, ciertamente, necesarias y valiosas; podrán entretenernos, divertirnos y servirnos para el sano esparcimiento. Pero no estimulan ni aumentan nuestro juicio crítico, ni expanden y aguzan nuestra imaginación y sensibilidad. Sencillamente, no es posible equiparar un vestido de alta costura o una tarta de limón “deconstruida” con una novela de Flaubert o un artículo periodístico de Ibargüengoitia. Este es el problema: la incapacidad de distinguir entre la cultura auténtica y el simple confort y espectáculo.

No debemos oponernos a la democratización de la cultura y las artes. En principio, todos debiéramos poder acceder a las grandes obras y creaciones culturales (respetando, naturalmente, los límites éticos y legales); en nuestra era digital resulta, además, casi imposible confinar la cultura a un grupo o clase determinada. La expansión de las libertades, la democratización educativa y la abolición de los estamentos son triunfos irreversibles de la modernidad.

Y sin embargo, el exceso de democracia e igualitarismo conduce al declive de la calidad cultural y del rigor educativo. Nos engañamos si creemos que cualquier individuo puede ser un gran médico, abogado o arquitecto. (“Lo que no da naturaleza, ni Salamanca ni Baeza”: verdad dolorosa pero que, como toda verdad, debemos soportar). Si bien la democracia permite que todos puedan acceder al poder, ello no significa que cualquiera sea apto para gobernar o legislar. ¿Cuántos ineptos y wannabe fascists (algo así como aspirantes a tiranos, concepto del historiador argentino Federico Finchelstein) no han sido elegidos democráticamente?
 

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