Domingo, 30 de Noviembre 2025

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Los amigos de la infancia

Por: Abel Campirano

Los amigos de la infancia

Los amigos de la infancia

Casi todas las tardes la reunión era a la hora y en el lugar acostumbrados; cada uno llevábamos nuestra dotación de canicas. Agüitas, caicos, cacalotes, chumitos, había muchos nombres y valores que les dábamos y eso hacía que fueran codiciadas en el juego; con mis amigos las más preciadas eran las florecitas, unas canicas transparentes que en su interior tenían unos dibujos hechos artísticamente, que en realidad asemejaban flores. También los cacalotes o cacalotas, y que algunos amigos de otros barrios les llamaban cayucos o bombochas, y que por su tamaño y peso cascaban las más chicas y les restaban valor porque quedaban descarapeladas.    

La choyita era el juego más practicado, el chiras pelas, un argot propio de los niños de antes que integramos una generación sana, sin dobleces, dedicados a estudiar y a jugar.  No solo jugábamos canicas, unos llevaban una pelota (los balones eran costosos y además eran de cuero y estaban muy duros) y con ella nos poníamos a jugar futbol en la calle, sirviendo de porterías los suéteres o las chamarras que nuestras mamás nos exigían llevarnos, porque cuando regresáramos ya estaría serenando.

Jugábamos futbol en la calle con gran tranquilidad pues pasaban realmente pocos autos y camiones; nos divertíamos mucho, pocas discusiones y jamás hubo alguna pelea; si había duda acerca de un gol, el asunto se resolvía fácil: ¿penal o gol?

No había juego sucio, nos respetábamos, éramos leales y nos queríamos y nos cuidábamos, porque como jugábamos en la calle, y venía algún vehículo o una bici, la señal de alerta para todos era el grito de ¡aguas! y acto seguido a correr a subirnos a la banqueta sin siquiera voltear a ver qué es lo que venía. Cuando eran muchos los que jugaban nos dividíamos en equipos de cinco y había retas.

Un volado para ver quien escogía primero, y procurábamos que los equipos se equilibraran y cuando alguno de nuestros amigos no era precisamente un buen jugador, se lo cedíamos al equipo contrario, una práctica que hoy día sería un escándalo de discriminación, pero antes compensaba la aparente debilidad de uno de los equipos y a veces el “malo” era quien les daba el gol del triunfo y al final nos abrazábamos, reíamos sin rencores.

Otros amigos llegaban con un balero o un trompo y nos enseñaban a ensartarlo y a patinarlo respectivamente y cuando los yoyos se pusieron de moda, los Duncan Russell eran los mejores porque patinaban y hacíamos toda clase de suertes como paseando el perrito, el triángulo, la cascada, la doble vuelta, la bicicleta, el péndulo, la vuelta al mundo y muchas más y algo importante: no éramos egoístas, siempre estábamos dispuestos a prestar el yoyo, el balero, el trompo, o la pelota, porque a veces teníamos que regresar más temprano a la casa y si nos pedían el balón prestado, sabíamos perfectamente que al día siguiente allí estaría y nos lo regresarían. El que lo pedía prestado era el responsable de devolverlo y si se ponchaba o se perdía, no había alternativa. Confianza pura, ese sí que fue un Régimen Simplificado de Confianza.

Nuestra infancia creció con la amistad incondicional, la sinceridad, la entrega absoluta sin ninguna reserva. Tomábamos de la misma botella de refresco, bebíamos agua de la llave, compartíamos los gajitos de la naranja, compartíamos el lonche en el recreo y cuando jugábamos canicas, les prestábamos a los que querían jugar y no tenían o se les habían olvidado era una verdadera amistad esa de la infancia, muy auténtica. Muchos de ustedes estarán de acuerdo en que los mejores amigos los tuvimos en nuestra infancia.

Cuando aparecieron los álbumes de cartitas, entre todos intercambiábamos las repetidas, era una forma de ayudar y ayudarnos a completar el álbum; siempre jugamos al aire libre, corrimos, brincamos, y entre todos fomentábamos la obediencia, porque cuando alguien escuchaba el llamado de la mamá de un amigo, de inmediato se lo decíamos para que acudiera presto y aunque quisiera seguir en nuestra compañía lo convencíamos de la obediencia para tener la garantía de contar con él al día siguiente, no fuera que lo castigaran.

Fuimos una generación en donde la obediencia, la lealtad y el respeto eran valores practicados cotidianamente. No había envidias entre nosotros.

En Navidad, el 25 de diciembre salíamos a jugar con nuestros nuevos juguetes, soldaditos, pelotas, bicicletas, patines del diablo, carritos de pedales, y no teníamos inconveniente en prestarlos un ratito a algún amigo, claro, con la consabida monición de “cuidado porque está nuevo” y lo mismo hacían amigos con nosotros.

Los sábados acudíamos a la doctrina al templo de nuestro barrio o colonia, para que nos prepararan para la primera comunión; también nos preparaban en el colegio, pues era fundamental la instrucción religiosa y los niños no podían llegar a los 10 años sin haber hecho su primera comunión.

Unos a otros nos apoyábamos en las buenas y las malas. Cuando fallecía algún pariente cercano de la familia, todo el grupo de la escuela o los amigos con los que nos reuníamos íbamos a la misa porque siempre teníamos presente el espíritu de solidaridad, de compañerismo y de afecto.

Los amigos de la infancia, los primeros amigos que tuvimos, siempre estarán presentes en nuestro corazón, aunque ya estén gozando la gloria celestial; allá nos esperan con los brazos abiertos, como aquellas tardes cuando en plena calle nos veían llegar y todos al unísono estallaban en un ¡eeeehhhh! y para ellos nuestro entrañable recuerdo y enorme cariño.

Larga vida y prosperidad queridos lectores. Aquí los espero si Dios quiere el próximo domingo en EL INFORMADOR, con su cafecito y su bísquet con mantequilla y mermelada.

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