Domingo, 23 de Febrero 2025

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Recordando cosas a lo mejor poco importantes

Por: Carlos Enrigue

Recordando cosas a lo mejor poco importantes

Recordando cosas a lo mejor poco importantes

A veces me pongo a recordar cosas que no son importantes para nadie, salvo para mí. Así, en mi primera juventud recuerdo a Polidor, un polidor con su gran bocina, cuando ya nadie lo tomaba en serio y la raza desde el camión le gritaba: “¡Viva Fidel Castro!”; a él le debe haber caído muy gordo el comandante, porque se iba detrás del camión de donde le habían gritado y les mentaba la madre y los perseguía.

Otro habitual de los portales era Firulais, el gran Federico, que era un gran conversador y que quienes no lo conocían pensaban que contaba mentiras porque platicaba de cuando era rico. Y sí, sí fue rico y decía que su mejor magia -porque era bastante malo como mago- era haber hecho desaparecer tres herencias, lo que era cierto; pero contaba sabrosísimo de su vida en la opulencia en Europa y en Estados Unidos, y gustaba divagar acerca de cómo había adoptado el nombre de Firulais, que variaba según cómo te lo contaba.

Otro personaje que antes de los que he relatado era un sujeto que andaba por donde estaba la inquisición, para que usted sepa era por la pila de los niños miones, muy cerca de ese templo de la alimentación que son las tortas Amparito, ya fallecida y que yo espero que su cielo haya resultado tan bonito como ella veía su pueblo: Tolimán. Pues este sujeto, por cinco centavos, te relataba la historia de la mujer que bailó con el diablo y te narraba que una chica que, desobedeciendo a sus padres, fue a un baile y bailó con un joven que era ni más ni menos que el mismísimo Satanás, príncipe de los infiernos y cuando señaló la finca donde había sido el baile, era una casa que años atrás se había incendiado y, por el mismo quinto, te mostraba el zapato de la mujer, que era un zapato con un descomunal tacón y una plantilla gruesa.

Otro personaje que atraía a los niños era uno llamado el May o el Mae, que debe haber tenido una fábrica o tienda de dulces, y se ponía por las esquinas de palacio con las bolsas llenas de dulces, que generosamente repartía y la bola de chiquillos gorrones, encantados.

Y había tiendas que desaparecieron, entre ellas la de un caballero: el señor Bacal en López Cotilla y Colón, junto a Julio, que subsiste y la Acrópolis, de las primeras neverías que yo recuerdo. Pues en la tienda de Bacal vendían navajas y tijeras, y su propietario, que yo recuerde, era un señor educadísimo, finamente me mostraba sus productos con la absoluta seguridad que yo no tenía posibilidad de comprar, pero él mostraba su educación.

En la cuadra de enfrente estaba una joyería y relojería de otro señor educadísimo y muy estimado, cuyos hijos, amigos nuestros, decían que a don Salvador le decían el tapete, porque a las señoras les decía “a sus pies”. Gente de primera, de una pequeña ciudad ya desaparecida.

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