La noche del sábado 15 de marzo, el Zócalo de la Ciudad de México fue testigo de un acto silencioso: una multitud encendió veladoras en protesta por lo ocurrido en Teuchitlán, Jalisco, pero también por las más de 100 mil personas que han sido víctimas de desaparición forzada o que están en calidad de “no localizadas”. La imagen resultante fue tan elocuente como inquietante: miles de pequeñas llamas iluminaban la plaza pública más importante del país, no como un signo de esperanza, sino como un emblema de duelo.Las veladoras, en un país de profundas formas de religiosidad, no fueron esta vez una manifestación de fe, sino de desazón. No contenían la petición de un milagro, sino la denuncia de lo que la muerte ha sido institucionalizada más allá del aparato estatal. En Teuchitlán, la historia es de una peligrosa síntesis de violencia criminal, pero sobre todo es una siniestra historia de exterminio.Al respecto, azora saber que lo de Teuchitlán no es una excepción; y que antes bien, hay denuncias de otros centros similares en varios lugares del país, los cuales no pueden ser leídos como simples “improvisaciones del horror”, sino como manifestaciones de un orden oculto que normaliza la aniquilación como una técnica de administración de poder. Desde esta perspectiva, las velas encendidas en el Zócalo no buscaban exorcizar la sombra de la muerte, sino exponer su omnipresencia.Este hecho, tan concreto como aterrador, abre una interrogante ineludible: ¿Qué estado de ánimo prevalece en México? Y aún más: ¿Es posible hablar de desazón en un país donde la Presidenta de la República goza de elevados niveles de popularidad? Esta paradoja no es accidental, es el signo de una tensión estructural en nuestra realidad.El sentimiento de desazón no es simplemente tristeza o desesperanza, es la sensación de que el tiempo se ha vuelto irresoluble, que el futuro ha sido cancelado o, peor aún, que el porvenir es una amenaza más que una promesa. La multitud en el Zócalo no se reunió para exigir justicia con la convicción de que el Estado respondería. Se reunió porque el silencio se ha convertido en el único lenguaje con el que se puede nombrar el horror sin traicionarlo.Si el espíritu de la época está marcado por la incertidumbre y la violencia extrema, ¿cómo explicar la popularidad del Poder Ejecutivo? Esta pregunta revela una segunda paradoja: la relación entre el miedo y la adhesión al poder. No se trata de una contradicción, sino de una simbiosis.En la narrativa gubernamental, la popularidad es un indicativo de confianza. En la realidad histórica, sin embargo, podría ser leída como un síntoma de angustia. La necesidad de creer en la eficacia del Estado es directamente proporcional a la evidencia de su fragilidad. Cuando las instituciones parecen impotentes frente a la devastación, la figura presidencial se convierte en una figura totémica, en un punto de anclaje en medio del naufragio.La desazón es el signo de nuestro tiempo porque revela que el problema no es la violencia en sí misma, sino su totalización en prácticamente todos los espacios de la vida económica, política y social. De manera muy preocupante, pareciera que la línea divisoria clara entre el crimen y el Estado, entre la sociedad y la guerra, se difumina cada vez más. Es en ese contexto que debe comprenderse que la masacre ya no es excepcional, sino un fenómeno recurrente; una lógica de poder que, lejos de subvertir el orden existente, lo refuerza.Desde esta perspectiva, la vigilia de veladoras en el Zócalo es tanto un acto de duelo por los muertos, como un intento de quebrar, al menos simbólicamente, la continuidad de la tragedia. Preocupa así que, mientras la sociedad se debate entre la indignación y la resignación, el Estado administra la normalización del horror con la promesa de que, a pesar de todo, la vida continuará. Pero esa continuidad no es sinónimo de estabilidad; es en el mejor de los casos, una inercia, y en el peor, puede convertirse en una condena.