Sábado, 15 de Marzo 2025

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La casa del homo politicus (II)

Por: Alonso Solís

La casa del homo politicus (II)

La casa del homo politicus (II)

La política es la actividad que modela la casa del homo politicus. Entendida en sentido democrático, su rasgo distintivo no es la dominación o la violencia sino la deliberación y el debate: es decir, la capacidad de persuadir y ser persuadidos mediante la palabra y el libre intercambio de argumentos en una esfera pública vigorosa, comunicativa y abierta.

El cultivo de semejante orden político no es tarea sencilla. Los regímenes políticos, incluida la más consolidada democracia, son frágiles y contingentes. Tanto la República romana como el Imperio a que dio lugar colapsaron. De ahí que una casa requiera, ante todo, estabilidad; he aquí uno de los criterios capitales para distinguir un buen Estado o forma de gobierno de uno malo o peor. Lo dijo Norberto Bobbio: “la capacidad de una constitución de durar, de no corromperse fácilmente, de no degradarse, de no convertirse en una constitución opuesta, es uno de los más importantes —si no el principal— criterios que se emplean para distinguir las constituciones buenas de las malas”.

No obstante, la creencia en el progreso —prohijada por el liberalismo y la Ilustración— llevó, por una parte, al encomio de los cambios bruscos, saltos y rupturas; y, por otra, al olvido de que toda forma de gobierno contiene en germen la semilla de su propia destrucción. Polibio lo advirtió en sus Historias: “con cada una de las constituciones nace una cierta enfermedad que se sigue de ella naturalmente. Con el reino nace el desmejoramiento llamado despotismo; con la aristocracia, el mal llamado oligarquía, y con la democracia germina el salvajismo de la fuerza bruta”. Acaso hoy atestigüemos las consecuencias de una amnesia histórica que erigió al progreso en artículo de fe. 

Los gobiernos y regímenes no sólo caen a fuerza de golpes, revoluciones o estallidos violentos y rápidos. Caen también, y tal vez sobre todo en nuestra época, por una erosión sutil constante, casi imperceptible, a la manera de un boxeador que machaca lentamente a su rival o de una gotera que desgasta una piedra hasta quebrarla.

Lo que pierde a la oligarquía, escribe Platón en la República, es “el deseo insaciable de riqueza y el descuido de todo lo demás por lucrar”. ¿Y qué hace sucumbir a la democracia? “El deseo insaciable de la libertad y el descuido por las otras cosas es lo que altera este régimen político y lo predispone para necesitar de la tiranía”. Bien y fundamento de la democracia, la libertad en exceso conduce siempre al autoritarismo.

¿Qué descuidamos por habernos embriagado de libertad? ¿Significa esto el fin de las democracias liberales de Occidente? ¿Es el regreso de Trump un resfriado: una recesión democrática? ¿O un mal mortal: el tránsito a democracias cesaristas o directamente al fascismo? La historia enseña que la libertad y la democracia son las excepciones; la verdadera tradición política de la humanidad es el autoritarismo: los regímenes monistas y verticales, el gobierno de los caudillos y tiranos.

Con todo, como escribe David Runciman, “La política importa”. “Lo que distingue a Dinamarca de Siria es la política. La política ha contribuido a que Dinamarca sea lo que es. Y también ha contribuido a que Siria sea lo que es”. Edificar un hogar paradisiaco (como Dinamarca) o una sucursal del infierno en la Tierra (como Venezuela o Siria) depende, no de dioses, procesos naturales o leyes de la historia, sino de ciudadanos comprometidos con el bien común, la libertad y la justicia.

El riesgo de no participar en política democrática, el corolario que sigue a la apatía cívica y a la desafección por lo público, es que los perversos e ignorantes lleguen al poder. “Por tales motivos, pues —dice Platón—, los hombres de bien no están dispuestos a gobernar con miras a las riquezas ni a los honores. No quieren, en efecto, ser llamados mercenarios por exigir abiertamente un salario para gobernar, ni ser llamados ladrones por apoderarse de riquezas ocultamente, por sí mismos, desde el gobierno. Y tampoco por causa de los honores, pues no aman los honores. Por eso es necesario que se les imponga compulsión y castigo para que se presten a gobernar (…) Ahora bien, el mayor de los castigos es ser gobernado por alguien peor, cuando uno no se presta a gobernar”. 

El castigo a la inactividad cívica es el gobierno de los peores. Otra enseñanza política de los antiguos. Haríamos bien en recordarla, si hemos de edificar una casa menos salvaje, más habitable, más plural, más humana.
 

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