Finalmente sucedió, y en los peores términos. Trump aplicó un gravamen universal de 25% a las importaciones procedentes de México y Canadá. Con el añadido de que cualquier réplica será castigada con un aumento adicional de tarifas. En la práctica un acto de abuso inconcebible en materia de relaciones comerciales en el mundo contemporáneo. Un proteccionismo solo de un lado, por sus pistolas.¿Qué efectos tendrá y qué podríamos hacer para afrontarlo? Primero, habría que entender que la excusa tantas veces mencionada del tráfico de fentanilo o la persecución de los cárteles es solo eso, una excusa. Desde luego, habrá que hacer lo necesario para quitarles el motivo de esgrimirla; al margen de Trump, era imprescindible que el Gobierno asumiera una estrategia más decidida en contra del crimen organizado. Pero es evidente que esa no es la razón de la imposición de tarifas, no en este caso. Y el castigo a Canadá lo revela.Lo que Trump busca es disminuir el deficit comercial (nos compran más de lo que nos venden), repatriar empresas, sustituir importaciones y generar empleos. Por lo menos esa es una parte esencial del discurso con el que ganó, y muy probablemente él mismo lo cree. De paso, esas tarifas constituirían ingresos netos para el atribulado presupuesto del Gobierno estadounidense. Y, finalmente, aunque la mayor parte del mundo de los negocios está en contra, es una medida popular entre su base electoral y parte sustantiva de la narrativa de Make America Great Again (MAGA).La pregunta de fondo es si se trata de un régimen tarifario temporal, de mediano plazo o definitivo. Lo cierto es que sea una cosa u otra, es un paso en una dirección contraria al proceso de integración que Estados Unidos favoreció con México durante tres décadas. Cuán profundo vaya a ser este bandazo probablemente ni el mismo Trump lo sabe, entre otras cosas porque estamos en un terreno inédito. Es tal la urdimbre de intereses que sus efectos apenas pueden vislumbrarse.Encarecer las mercancías procedentes de México no genera su producción en suelo estadounidense de manera automática ni mucho menos. Lo único que haría es que otro país sustituya a México. Muy evidente en casos como el jitomate, la fresa los pimientos o los aguacates, de los que somos el principal proveedor. Si bien es cierto que se cultivan en la Unión Americana, por clima y cambios estacionales son incapaces de responder a la demanda todo el año. Cancelar las importaciones de México sólo haría que Centroamérica, Filipinas o equivalente entraran “al quite”. Se produciría un daño a México, es cierto, pero sin beneficio para Estados Unidos, salvo que el consumidor tendría que comprarlo más caro.Por otro lado, hay muchas exportaciones mexicanas cuya competitividad supera el 25% de gravamen; es decir, seguirán siendo más baratas que intentar producirlas en Estados Unidos. La diferencia en costo de la mano de obra entre Estados Unidos y México es de 5 a 1. La media del salario por hora allá ronda los 20 dólares, en nuestro país equivale a 4 dólares considerando no el salario mínimo, sino los 17 mil 200 pesos mensuales promedio de los trabajadores inscritos en el IMSS. A pesar del castigo del 25%, productores e intermediarios pueden ajustar márgenes de ganancia para hacerse competitivos. Por otra parte, el deslizamiento del peso irónicamente jugaría a nuestro favor, al menos en este punto. Un peso más barato hace que el precio en dólares para adquirir productos mexicanos disminuya en la misma proporción; parte de ese 25% sería compensado por el deslizamiento. Todo lo anterior significa que el aumento tarifario no equivale al fin de las empresas mexicanas que hoy exportan a la Unión Americana.El tema nodal, sin duda, es el de la industria automotriz, tractores incluidos. Si Trump quiere hacer una guerra a las armadores para obligarlas a trasladarse a Estados Unidos, tendría que ser brutal y permanente, porque los costos en Detroit o similares son mucho más altos que ese gravamen. Y, por lo demás, una parte no desdeñable de esa producción está encaminada al mercado final mexicano y a otros sitios, con márgenes de rentabilidad que las empresas automotrices no querrían perder. Dependerá de su capacidad de cabildeo bregar con las intenciones de la Casa Blanca. En su defecto, si Trump solo desea evitar que empresas chinas usen a nuestro territorio para colocar autos en Estados Unidos, la respuesta de México sería totalmente distinta.Y luego está el tema de “las represalias”. Es cierto que México y Canadá “necesitan” de Estados Unidos mucho más de lo que este nos necesita, al menos en cifras. El 80% de lo que exportan los dos primeros va a la Unión Americana, mientras que apenas el 29% de lo que este país compra procede de sus dos vecinos. Pero en muchos casos puntuales la codependencia es dramática. Para productores estadounidenses de maíz, cerdo, industria alimentaria, frutas, acero, gasolinas y un largo etcétera, la aplicación de un gravamen del 25% por parte de México en reciprocidad, provocaría impactos significativos. En los planes C y D, de México y de Canadá, están detectados los sectores electorales y regiones más afectos a Trump para, llegado el caso, aplicar gravámenes selectivos de manera quirúrgica y con mayor probabilidad de incordiar a su base.¿Conviene replicar con tarifas, a pesar de la amenaza de Trump de ampliarlas en represalia? México tendrá que tomar una decisión. Y, por lo demás, es ingenuo tratar de convencer a Trump de que el empobrecimiento de México no acarrea ningún beneficio a su país.Nótese que, al usar el pretexto del fentanilo, Trump se deja abierta una coartada para levantar tarifas en poco tiempo, en caso de que el resultado le sea inconveniente. Eso deja a Claudia Sheinbaum en un dilema: ¿Declararle la guerra tarifaria o apostar al cabildeo y a los contrapesos que surgirán dentro de Estados Unidos? Sólo ella puede determinarlo, porque nuestra capacidad de resistencia depende de la relación con empresarios y poderes fácticos, del comportamiento del peso y del espíritu de la Nación, por así decirlo. Si Trump decide emprender golpes de gracia a las cadenas de producción y al proceso de integración en marcha desde hace 35 años, habrá que afrontarlo y asegurar que el costo le sea prohibitivo. No se trata de envolverse en la bandera e inmolarse, sino de resolver lo que más convenga al interés de los mexicanos. La guerra tarifaria podría ser la respuesta si estamos convencidos de que nuestra capacidad de sacrificio es mayor que la tolerancia de los estadounidenses a la incomodidad. En tal caso, habría que asegurar que el ciudadano de aquel país experimente más rápido las inconveniencias de una guerra tarifaria que sus eventuales ventajas.Pero si no estamos convencidos de nuestra capacidad de resistir un incremento de tarifas a 50%, el freno a las remesas o la interrupción del suministro de gas (porque con Trump todo es posible), convendría una negociación táctica que permita sobrellevar la peor parte de la tormenta y dedicarnos a construir un modelo mixto, que a la postre disminuya lo que parecía una codependencia acordada y terminó siendo una servidumbre.En un sentido u otro, habrá que sobrevivir a esto como sobrevivimos a la pandemia; superaremos esta infamia, a condición de actuar con entereza y, en efecto, cabeza fría. Frente a las muchas desventajas, en materia política el Gobierno mexicano tiene más fortaleza y apoyo popular que el de su contraparte estadounidense. Eso servirá para lo que viene, que apenas comienza. En todo caso, tengo la impresión de que Claudia Sheinbaum tomará la decisión más conveniente y encontrará los argumentos para que la Nación lo entienda. Lo demás, será un largo proceso de resilencia y entereza.