La cultura no deja de tener una dimensión aristocrática o elitista, en el mejor sentido de la palabra. Uno de sus sellos distintivos —pareciera que lo olvidamos— es el esfuerzo que entraña: no hay creación artística o cultural sin un arduo trabajo intelectual y a menudo físico. ¿Cuántos de nosotros somos capaces de pintar como Leonora Carrington o de escribir como José Revueltas? ¿Quién tiene la paciencia y el arrojo para leer a Hesíodo o a Dante? ¿Quién elige escuchar una sinfonía de Mahler pudiendo ir a un concierto de Shakira? Las preguntas son controversiales, porque hacer distinciones y reconocer jerarquías nos avergüenza hasta la médula. Esta es una característica de nuestra civilización posmoderna.Afirmamos, por ejemplo, que no debe educarse al alumno que entra a la universidad, pues este ya posee una cultura que merece respeto (aunque esta consista en canciones cuyas letras digan “Maldita puta, antes de mí, tú no eras nada” [sic] o en atiborrarse de mariguana antes del desayuno). ¿Quiénes somos nosotros para intentar educar —acto autoritario e impositivo— o llevar la cultura a los alumnos o grupos marginados? ¡No seamos imperialistas, practiquemos la horizontalidad!La idea de que debemos respetar toda forma de cultura por ser intrínsecamente valiosa es una soberana tontería producto del relativismo liberal. Respetemos, sí, todas las formas de diversidad en la naturaleza, todo ecosistema y especie animal (sin caer en excesos ideológicos). Respetemos a cada individuo, al margen de sus creencias religiosas o morales. Pero en el campo de la cultura —o, si se quiere, en el reino del espíritu— es inevitable hacer juicios y valoraciones, fijar jerarquías y grados. Hay obras, prácticas o ideas que merecen elogio universal; pero hay otras a las que no cabe respetar siquiera, si por respeto entendemos estimación o deferencia. En el ámbito cultural, lo valioso finalmente lo establecen no los Gobiernos o las iglesias, mucho menos los críticos. Lo establecen los públicos informados e inteligentes. De este modo, la cultura no escapa al fuego de la crítica y a la deliberación pública razonada: he aquí uno de sus rasgos democráticos.En tiempos de gratificación instantánea, de aversión al sufrimiento psicológico y de primacía del confort, se vuelve cada vez más difícil fomentar el carácter y los atributos necesarios para adquirir una educación y embarcarnos en la forma de vida humanística. Baste una prueba: desde la primaria hasta la universidad, los estudiantes leen y escriben cada día peor y obtienen puntajes menores en todas las pruebas de aptitud académica. No existen, desde luego, los remedios sencillos. Hay que repensarlo todo: desde el papel del maestro hasta el lugar de la tecnología en el aula, pasando por la misión de la universidad y el valor de educar.No sabría demostrar —en el sentido estricto de probar con entera certeza— la centralidad de la educación o la relevancia de la cultura; para ello tendríamos que apelar a fines superiores. Pero sucede que la educación es un fin en sí mismo. T. S. Eliot por ello escribió: “La cultura puede incluso ser descrita simplemente como aquello que hace que la vida valga la pena de vivirse”.