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El dolce, provechoso y nocivo far niente

El dolce, provechoso y nocivo far niente
La política se limitó a ser principio y fin de los gobiernos, sin que de ella surja un hacer nítido; dejó de ser el mecanismo para formar acuerdos, con su dosis de desacuerdos, a partir de las leyes que los gobernantes juraron guardar y hacer guardar, para, desde ellos, los acuerdos, poner manos a la obra, con una excepción: la obra pública, atractivo irresistible, sin importar su pertinencia, tampoco su calidad: gobernar se convirtió en una especialización de la ingeniería civil.
Lo perceptible de la política según la entienden los políticos por estos días (género indistinto) es congregarse entre ellos o reunir ciudadanos profesionales del mitin, tantos como quepan en el recinto del que se trate, junto con los medios de comunicación, representantes empresariales, más las “multitudes” que se sumen por televisión, radio, Facebook o Youtube, con el elemento que actualmente equivale a la sal en la cocina, los influencer: dícese de las personas que se dedican a estimular los dedos de otras personas para que hagan pasar frente a sus ojos, desde sus aparatos celulares, los dichos e imágenes que emiten, e influir a las personas para que consuman lo que ofrecen. Si lo logran se vuelven influenciadores; desde maquillajes y sacudidores hasta su noción, la del influenciador, de lo que es una idea o su entender el bien y el mal: entre más dedos pasen rápidamente por sobre el “contenido” “subido” por el influenciador (del género que corresponda), más influencer.
Luego de semejante digresión (por eso no es uno influencer), regresemos al tipo de política referida: disponer a los ciudadanos profesionales del mitin, a los influenciadores, los medios de comunicación, a los empresarios elegidos y a los funcionarios públicos adecuados para poner en la foto; es decir: el pueblo entero (según se entiende por estos días) que durante un rato estará atento a lo que el político de más alto rango en el sitio tenga ganas de declarar, sin importar el contexto de la población restante, hay especialistas que aseveran que es más o menos 99.7%. Se trata de que el discursante eche un manto de verborrea -pespuntado con estadística- por encima de la realidad externa al mitin: la vulnerabilidad económica, social y de seguridad pública, y la desconfianza entre los gobernados y quienes se afirman líderes de la sociedad, los que de su triunfo en las urnas hacen inferencias simplonas: la gente está feliz por tenerme de gobernanta, de gobernante y así: lo que haga o no haga, da lo mismo; el pueblo reunido frente a ellos se los confirma.
La inseguridad, el surtido amplio de violencias por las que se manifiesta, hiende al país, a cada rincón del país, excepto a los salones, estadios, museos, plazas en las que los gobernantes hacen lo suyo, mientras aquella funda su Estado propio, con súbditos, territorio, impuestos y, claro, el monopolio del uso de la fuerza. Por esto es notable que no nos parezca extraño ver en esas concentraciones políticas, muy sentados, muy engalanados, a generales, almirantes, secretarios y coordinadores de seguridad, a los más conspicuos comisarios, a los responsables de la gobernación, a legisladores, gobernadores y alcaldes, en la entrega de mochilas, en la puesta de la primera piedra de la edificación por venir, en la entrega de tarjetas del Bienestar (el bienestar convertido en membrete de plástico); acaso piensan que acompañar a quien encabece la concentración es un hacer principalísimo para resolver los problemas que por el cargo que ocupan están obligadas, obligados, a atender.
Como decían las abuelas ¿a qué horas trabajan? El país está en guerra civil, todo general bien adiestrado debería sentir que lo suyo está en el frente, conteniendo malvivientes, repeliendo las agresiones que sufren el pueblo de a deveras y los miembros de las Fuerzas Armadas y las policiales, tan sólo por honrar con dignidad aquello que también se decía en tiempos de las abuelas: en tanto yo (ellos) tenga mando de tropa, nadie agredirá impunemente a las personas, a los oficiales de cualquier corporación, menos se hará dueño del territorio. Y así con los almirantes de tierra adentro, sería mejor que navegaran a donde se les necesita, que no es en los presídiums. Y los encargados de la gobernación ¿no tendrían que saber cómo está urdida la trama del poder? De Estado en Estado, de municipio en municipio. ¿No tendrían que enterarse sobre quiénes en verdad reinan en el país? Tendrían que imponerse de lo que tiene que ver con los miles de desapariciones, de ejecuciones, de exacciones cotidianas, de fosas clandestinas. ¿A qué horas trabajan y para qué y para quién?
El análisis de contexto que al parecer practican parte de preguntarse quién estaba en el acto, no importa cual, qué tan lejos quedó fulana del centro de la mesa, la fila en que sentaron al director zutano, y ahí termina: sí, desde ese análisis no saben el estatus de la nación, pero saben lo que les conviene: su estatus ante los poderosos y el de sus rivales. Al parecer creen que las broncas del país se remedian anunciando lo que sea mientras les dé pretexto para montar un happening-rueda de prensa, chico, mediano o grande.
Quizá el análisis que hace falta -con todo y que caricaturizar los caricaturescos mítines es una hipérbole- debe originarse en la pregunta: de quiénes tenemos evidencia de que están puestas, puestos manos a la obra, y la evidencia no es sólo lo que hagan, sino los efectos, positivos o negativos, que su hacer tenga en la felicidad, en la calidad de vida, en la seguridad, en la paz de las personas y en las brechas de desigualdad. En cambio, el activismo de los criminales y de los corruptos, apoyado en las autoridades habitualmente dedicadas a llenar mesas de toda índole y presídiums, es de consecuencias inmediatas.
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