Las sociedades están más o menos conformes con la democracia. De acuerdo con Latinobarómetro, en México la preferencia por la democracia como forma de Gobierno creció de 2023 a 2024: pasó de 35% a 49%; por otro lado, a 22% le da lo mismo un régimen democrático que uno que no lo sea. Si preguntáramos entre la población por el contento que produce la política, seguramente sería menor, porque de ésta tenemos como muestra no la democracia, sino la corrupción, las promesas incumplidas, los excesos de las y los políticos, los discursos llenos de mentiras y, aunque estaría por probarse, la tensión en las relaciones sociales merced a la incapacidad de aquellos para el debate, para los acuerdos consensuados y para resolver problemas; además de la sospecha de que están aliados (perdón por generalizar), por comisión o por omisión, con los peores criminales y porque cada grupo, cada partido, sólo atiende sus propios intereses, los que defenderá a costa de la verdad, de la ética, del bien común. Esta caracterización de la política según la ejercen los políticos, es provisional, aunque no es ajena a evidencias empíricas.El crecimiento del aprecio por la democracia está quizá dado porque la gente, los últimos años, ha recibido beneficios tangibles de los gobiernos que ha elegido; dinero (cosa que no está mal) y una atención diferente, que concreta un cambio que Carlos Monsiváis describió en 1996 en un ensayo incluido en el libro Transición a la democracia, Diferentes perspectivas, coordinado por Octavio Rodríguez Araujo: «Si algo le debemos -deuda por simbólica no menos significativa- a los presidentes de la República, de Luis Echeverría Álvarez a Calos Salinas de Gortari, es su contribución esforzada a una causa: “desacralizar” el poder, implantar el trato psicológico de iguales entre la sociedad y el Gobierno.» Resaltemos el detalle: no escribió implantar el trato entre iguales, sino “el trato psicológico entre iguales”, y lo explica: «En especial Carlos Salinas, al pretender modernizar la condición infalible de los presidentes, impulsa sin quererlo desde luego, el “espacio laico” donde la sociedad se encuentra con el poder, sin las intermediaciones del pasmo ante los gobernantes y las sensaciones de la eterna “minoría de edad” cívica.»En este texto, Monsiváis revisó el presidencialismo con la lucidez y acidez que lo caracterizaban, la mezcla que solía hacer de observación política, sociología, de antropología, psicología y cultura popular, y no insinúo que era especialista en esas materias, era un observador, ya lo dije, lúcido, ácido y culto. Ahora vendría bien un acercamiento a la manera de Monsiváis para la relación Sheinbaum-Trump. Tal parece que partir, para el análisis, de las respectivas Constituciones, del Estado de Derecho, de la salud y eficiencia de las instituciones, o de la estructura republicana, federal y democrática, de la historia, de la ciencia política o de los acuerdos comerciales y la diplomacia, es entrar a un callejón sin salida; como usar las reglas del ajedrez para valorar las condiciones del juego, cuando lo que se practica es boliche.En su ensayo, Monsiváis se refiere al presidencialismo de entonces, frente a la enceguecedora actualidad política podríamos sorprenderlo: Carlos, aquél que era una de las taras nacionales, y que hace 29 años consideraste estaba en el ocaso, no sólo recobró vigencia, sino que resultó calidad de exportación. Algunos fragmentos de la descripción que hizo: «El presidencialismo es el resultado del monopolio de las decisiones y del arrasamiento sistemático de los posibles instrumentos de contención.» «es también la cultura política que halla perfectamente normal que una persona, el presidente, decida lo de todos porque “sólo él sabe la magnitud de los problemas, y el sitio que ocupan en la jerarquización nacional”. El presidencialismo elimina la voluntad colectiva porque “nada más uno sabe”, y desdeña a la sociedad civil “porque no está al tanto de los verdaderos problemas.”» Es «la decisión unipersonal de endeudar a la nación o de “privatizarla” a fondo y la incapacidad de resolver problemas centrales gracias al método “habilísimo” de posponer indefinidamente la solución.» Y el pináculo de contemporaneidad para el estudio de Monsiváis: «El presidencialismo es la realidad del poder máximo, y es la irrealidad de la sujeción psicológica de grandes sectores.»En la introducción del libro, Rodríguez Araujo anuncia lo que buscaban: «interesa saber si la tendencia de esta democracia autoritaria (la que según él se vivía en 1996) es hacia un mayor autoritarismo o hacia una mayor democracia.» Tres décadas después ya podemos darnos una idea, pero sin perder de vista que el aprecio por ella, la democracia, ha crecido. Sólo que ¿este elemento basta para entendernos, como sociedad, en el trance en el que estamos? La funcionalidad que demos a la democracia (hemos privilegiado la electoral) ¿nos da ingredientes para delinear vías de escape a las sucesivas crisis que le personalidad de Donald Trump ha desatado? (Crisis que acentúan dificultades que de por sí teníamos). Y asimismo ¿es bastante para entender las herramientas políticas con las que Claudia Sheinbaum cuenta para enfrentarlas? Parece que no, pues para salir de las diversas crisis dependemos de lo que determinen dos personajes desde el autoritarismo, sin otra contención, ni otro soporte que su misma personalidad; al cabo, como afirmó Monsiváis: sólo ellos entienden los problemas. Una se hace cargo de ellos en sus conferencias mañaneras populares y también en la versión ampliada: asambleas en el Zócalo de la capital, ni por error se acerca a lo que proviene de fuera de lo que representa su idea de ejercer el poder; el otro, en su ovalado despacho firma órdenes ejecutivas, ni por error se acerca a la mayoría que su partido tiene en el Congreso, menos a las voces que pregonan lo que no quiere oír, porque no le conviene a él.El azar, los dados presidenciales rodando, se llaman estado de ánimo y prejuicios, ella y él, interdependientes, los echan sobre el tablero “de la sujeción psicológica de grandes sectores”.agustino20@gmail.com