Viernes, 27 de Diciembre 2024

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La pésima idea de renombrar las calles

Por: Diego Petersen

La pésima idea de renombrar las calles

La pésima idea de renombrar las calles

En las últimas semanas ha circulado y se ha debatido cambiar el nombre a la calle Niño Obrero. Fue una propuesta formal de la Secretaría del Trabajo al Ayuntamiento de Zapopan con el argumento de que el nombre de la calle es contradictorio a las normas nacionales e internacionales y a la protección que en México se hace de la niñez. Ojalá fuera cierto, que la norma se cumpliera y no hubiera niños trabajando, pero no es así, en el campo siguen existiendo niños jornaleros que son explotados para la pizca. Pero más allá de eso, aceptando que en general ya no existe la explotación infantil, cambiar el nombre a las calles es siempre una mala idea.

Nombrar es un acto de poder y nada le gusta tanto a los políticos como sentir que pueden cambiar incluso el nombre de las cosas. Dejemos de lado los cambios recientes que todavía generan confusiones. No le hubiera gustado a usted que la actual calle Industria, que se llamaba Alacrán y que era el barrio bravo de la ciudad desde su fundación, conservara su nombre. O que la calle Federación, un nombre insulso que no dice nada, hubiera conservado el original nombre de Chocolate. José María del Mercado antes se llamaba Amargura; la calle Insurgentes antes llevaba el nombre de Águila, y la pequeña calle Calpulalpan, en el punto en el que el río San Juan de Dios abría un brazo para generar la ensenada ahí donde hoy es el Parque Morelos y ante llamada solamente La Alameda, se llamaba Olas Altas. En todos los casos algún político ocurrente les cambió en nombre y con ello la manera en que vemos y entendemos la ciudad.

Si la calle se llama Niño Obrero no es para celebrar el trabajo infantil sino por la escuela del Niño Obrero que fundó el padre Roberto Cuéllar, jesuita, que es junto con Juan Ruiz de Cabañas, el gran protector de la niñez en esta ciudad. Si había una escuela para niños obreros es justamente porque existía explotación infantil. Gracias a personajes como Roberto Cuéllar, que ofrecieron educación a aquellos a los que el brazo del Estado no alcanzaba a llegar, niños que tenían que trabajar y estudiar, la ciudad es un poco menos cruel y la vida de muchos niños, mucho mejor.

Con los cambios de nombres de calles se va la memoria de la ciudad. Ya no podemos hacer nada para regresar los nombres perdidos, salvo poner, como hacen algunas ciudades, una placa con el nombre antiguo, una especie de lápida que recuerda la ciudad que murió. Lo que sí podemos es abandonar esa mala práctica quitándole a los políticos el poder -y con ello la tentación- de nombrar.

Los nombres de las calles son la traza de nuestra memoria urbana. No permitamos que la sigan destruyendo.

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