Jalisco | Una gaceta policiaca en el Jalisco porfiriano Argos: los ojos que vigilan y distinguen clases Las representaciones del criminal mexicano contribuyeron a antener el orden en el porfiriato; la fotografía fue clave en este ejercicio Por: EL INFORMADOR 10 de abril de 2011 - 05:21 hs Portada de la jalisciense Argos, de 1907. ESPECIAL / GUADALAJARA, JALISCO (10/ABR/2011).- En la mitología griega, Argos es el monstruo de los cien ojos que aun al descansar mantiene 50 abiertos; siempre expectante, Argos nunca deja de vigilar, ni aun cuando duerme. En el porfiriato, tal como Argos, la dictadura se entera de todo porque intenta registrar, vigilar y controlar todo. Por estas actividades del eterno insomnio se entienden en buena parte sus más de 30 años de gobierno. La dictadura fue Argos, pero hubo otros Argos menores, también eficaces pero con actividades y objetivos distintos y que se multiplicaron, aunque muchos de ellos desaparecieran, incluso, con una rapidez asombrosa: la prensa. Con una enorme tradición, la prensa jalisciense proliferó a lo largo del siglo XIX y tuvo en su historia singulares representantes y actores políticos, sociales y culturales que participaron en su dirección, promoción y redacción. En el porfiriato circularon más de 100 publicaciones periódicas de los más diversos cortes y tendencias políticas, científicas, religiosas, mercantiles, y hasta una gaceta policiaca de nombre Argos, que surgió en 1907 y que se ignora hasta qué fecha alargaría su vida, aunque debió de ser corta, pues su fundador falleció en junio de 1914. En el porfiriato (1877-1911), la prensa jalisciense debatía su existencia entre una y otra tendencia política, y mientras que algunos simpatizaban con el dictador y otros se cuidaban de él, todos observaban lo que sucedía en la sociedad y, varios vigilaban al que mayor temor tenían por su conducta considerada como impropia, inmoral, viciosa, fanática, analfabeta y criminal: el pueblo, desprendiéndose de éste las llamadas clases criminales, que despectivamente fueran nombradas como “léperos”, “pelados”, “ceros sociales” o “gentes de trueno” y a las que principalmente se marginaban, perseguían y estigmatizaban y que no sólo proliferaban en las prisiones y penitenciarias de la dictadura, sino que, además, aparecían señaladas en la prensa jalisciense y en gacetas especializadas en materia policiaca, como Argos. El nombre sirvió a Antonio Ortiz Gordoa para fundar en 1907 una gaceta especializada en materia policiaca de la que fue propietario y director. La gaceta fue registrada el 7 de mayo como artículo de segunda clase, aunque su primer número se había ya publicado un poco antes, el 15 de abril de ese año, y se hacía anunciar como el “periódico que circula en toda la República, especialmente en Jalisco, donde visita los más apartados lugares”. Argos aparecía semanalmente y su costo era de 10 centavos, mientras que la suscripción mensual valía 50 centavos y los pedidos foráneos tenían un precio de un peso 50 centavos el trimestre. Su impresión se realizaba en los talleres tipográficos del diario El Correo de Jalisco, ubicado en Guadalajara. La portada no menciona su tiraje. La publicación de fotografías en Argos hace suponer que El Correo de Jalisco contaba ya en 1907 con un taller de fotograbado. Antonio Ortiz y Gordoa fue además el tercer propietario de El Correo de Jalisco, diario de carácter liberal al que imprimió un carácter anticlerical y contrario al gobierno, posición que incluso lo llevó a la prisión por corto tiempo, a la clausura temporal del periódico y a la censura eclesiástica. La gaceta, del tamaño de una cuartilla y un contenido de 16 páginas, contenía publicidad en su portada y contraportada, que anunciaba empresas dedicadas a distintos ramos (almacenes de ropas y novedades, cervecerías, boticas, hoteles, sastrerías) y que seguramente eran sus patrocinadoras. El diseño gráfico contiene 11 pares de ojos alrededor de su título y subtítulo que simbolizaban la vigilancia que ejercía sobre los actos ilícitos. Divididos La representación del mundo criminal mexicano de fines del porfiriato y el deseo de educar y moralizar a la sociedad tuvieron su sustento en la sempiterna división de “superiores” e “inferiores”: las primeras incluían desde la clase media hasta los sectores mejor acomodados de la sociedad jalisciense, que se identificaban y caracterizaban “por sus buenas costumbres y educación, buenas maneras y mejores gustos de vestir y comer, por ser sociables y trabajadores”, contrario a las “clases inferiores” compuestas de léperos, pelados, indígenas y del “populacho” en general, quienes, a juicio de las “clases superiores”, eran “ignorantes, analfabetas, pervertidos, degenerados y muy propensos a los vicios y al crimen”. Con el impulso alcanzado por ciencias como la antropología criminal y su influencia en el medio nacional, la tendencia a considerar al crimen y al vicio como propios de las clases bajas adquirió objetividad, creándose un discurso científico que así lo avalaba y que los observaba como serias amenazas al orden y al progreso del país; con este discurso se justificó la represión de dichas clases, sobre todo de las urbanas, además de avalarse su marginación del proyecto nacional. Este discurso criminológico no fue ignorado por las élites porfirianas jaliscienses; al contrario, pues en publicaciones periódicas como Argos se observa que se encontraban al tanto de dichos conocimientos. Tampoco Argos estaba exenta de consideraciones de tipo racial o clasista y menos de la influencia de los discursos ideológicos, incluso emanados de las nuevas ciencias, y es inobjetable que las diferencias entre “superiores” e “inferiores” se encontraban presentes a lo largo de sus representaciones. “Una mirada hacia abajo” Desde su invención, la fotografía ha cubierto distintas funciones sociales que rebasaron por mucho los usos de sus primeros años. Afirma paradójicamente John Mraz que en cierto sentido se puede ver a la fotografía como una especie de panóptico en el que casi toda actividad se encuentra en observación. Uno de estos usos correspondió al ámbito público, como el de la cárcel, en donde cumplió un papel eminentemente represivo y representó, como lo afirmó Allan Sekula, una mirada hacia abajo, hacia los “inferiores”. La fotografía carcelaria en México, iniciada poco después de la primera mitad del siglo XIX, tuvo en el caso de Jalisco importantes repercusiones, aunque algo más tardías que en la ciudad de México, pues no fue sino hasta 1867 cuando se tomaron las primeras fotos de presos de la penitenciaría jalisciense Antonio Escobedo en Guadalajara; su objeto: registrar y controlar a la población criminal. De servir para el control policial y penitenciario de las llamadas “clases criminales”, su inclusión en revistas policiacas, como Argos, debió cubrir otro importante papel social, al alertar a la sociedad respecto a los hombres y mujeres que eran buscados por la policía o que habían sido detenidos. Con la fotografía carcelaria y la aparecida en revistas policiacas pareció cerrarse un doble cerco: uno para registrar, controlar y estigmatizar a los delincuentes y otro para prevenir e informar a la sociedad. Ciertamente, las imágenes fotográficas incorporadas en los periódicos mexicanos en el porfiriato tardío poseían, como lo señala Alberto del Castillo, “una serie de significados para los lectores (…) pues podían certificar, comprobar una realidad; constituían una prueba de primer grado que no podía mentir”. Se puede considerar a las imágenes fotográficas como material de primera mano que no sólo retrata a los delincuentes sino que, de diversas maneras, hace lo mismo con quienes orientaron y determinaron la realización de las tomas, pues revelaron con ellas sus ideas, valores, pensamientos, prejuicios y en general, su muy particular ideología. Una fotografía que, “vinculada a los conceptos de objetividad y progreso”, como lo señala Alberto del Castillo, contribuye “a implementar todo un aprendizaje visual que transformó tanto la autoimagen de las personas como la percepción misma de la realidad en la segunda mitad del siglo XIX”. Los delincuentes que aparecían en Argos fueron descritos de manera muy escueta, pero, en el caso de los bandidos considerados como célebres, extendían sus líneas para narrar sus carreras criminales. El mensaje moral quedaba implícito dentro de la explicada carrera criminal. Los hombres eran carteristas, rateros, fabricantes y circuladores de moneda falsa y bandidos, aunque no faltaban falsificadores de documentos, abigeos, timadores y algunos homicidas. Entre las mujeres, las ladronas (bolseras, cruzadoras y tumbadoras) y las dedicadas al “monedero falso” fueron las que ocuparon la atención de Argos. Esta información, que agregó el “modus operandi” de dichos hombres y mujeres y a los que Argos identificó con sus nombres y apodos (“El Calandria”, “La Chiva”, “El Mexicano”, “Cantera”, “El Maestro”, “El Coquero”, “El Cubetas”, “Pecheras”, etcétera), no dejaba de lado su pública mala fama ni sus “defectos”, considerados propios de su “degeneración” racial (indígenas), de su carrera moral (“afeminados”, “viciosas”), de su incapacidad mental (“imbéciles”), de su posición social (“miserables”) o de sus estigmas físicos (marcas faciales y tatuajes). Delincuentes de todas las edades, desde niños hasta ancianos, hombres y mujeres, originarios de diversas localidades y estados de la República e incluso extranjeros (especialmente estadounidenses) y que ejercían desde la tradicional picaresca hasta los “oficios” más especializados, y que operaban individualmente o en grupos, sobre todo en iglesias, mercados, tiendas, hoteles, oficinas públicas, caminos reales, plazas de toros o las simples calles en donde existieran aglomeraciones. En la atención de Argos sobre individuos que atentaban contra la propiedad privada se entiende que su preocupación no fuera simplemente la de la sociedad, sino el cuidado de la propiedad privada, y eso se observa en la gran mayoría de los que aparecen en sus páginas, pues en la defensa del mercado capitalista en ciernes se sustentaba parte fundamental del positivismo mexicano. Carreras criminales Tal como lo asegura Pedro Trinidad Fernández para el caso de España, las imágenes reproducidas por las revistas ilustradas (…)(…) representaban los rasgos más sórdidos y convertían a los personajes de los “bajos fondos” y del mundo del hampa en seres casi ajenos a la civilización, faltos de cualquier sentimiento humanitario (La defensa de la sociedad. Cárcel y delincuencia en España (siglos XVIII-XX). Madrid, Alianza Editorial, 1991). Los bandidos llamados “de camino real”, a los que se acusaba no sólo de robo, sino además de homicidio, abigeato y violación, menudeaban en las páginas de Argos. Muchos de estos bandidos terminaban sus vidas en prisión, emboscados o ejecutados a través de la “ley fuga”. La fundación de Argos fue el resultado del ambiente económico, político y social que vivió Jalisco en el porfiriato y su publicación, aunque tardía, no fue gratuita, ya que respondió a la preocupación por la proliferación de la delincuencia, que significó un grave problema que inquietaba a las clases dominantes, además de una seria amenaza para los intereses que subyacían bajo el lema positivista de “orden y progreso”. Así también, Argos representó un interesante proyecto informativo especializado, de carácter moderno y de vanguardia, que estableció redes de colaboración con diversos medios e instituciones y pudo ser un fiel representante de los nuevos cauces informativos del mundo occidental. De tendencia liberal, fue una gaceta que, influida por las ideas criminológicas de la época, informó y alertó a sus lectores acerca de los peligros que representaban los delincuentes que pululaban en el territorio jalisciense, e intentó educarlos de acuerdo con su muy particular ideología. En su afán por cumplir con esos cometidos, Argos no dudó en emplear todos los medios posibles, incluso representando y acentuando la carrera criminal y los estigmas morales de los delincuentes. Fueron precisamente las fotografías en Argos un instrumento moderno que debió dar más resonancia a su publicación, que sirvieron para atraer a un público interesado y que seguramente causaron un importante impacto, especialmente en aquellos que eran analfabetos en un Estado que, como Jalisco, tenía una buena proporción. Ni la información ni las imágenes publicadas en Argos pueden ser consideradas imparciales: todo en su conjunto tuvo una significación y orientación que se definieron en el propio contexto histórico de un porfiriato tardío que hizo de la modernidad y el progreso sus cartas fuertes, pero que ignorara el cauce profundo de las graves contradicciones sociales que habían generado más de 30 años de dictadura. Jorge Alberto Trujillo Bretón, profesor e investigador del Departamento de Historia de la Universidad de Guadalajara. En el caso de Enrique Chávez“Un bandido célebre” En Argos, las biografías que acompañan a las fotografías resaltaban lo peor de la carrera moral y criminal del delincuente, y tuvieron la función pedagógica de demostrar a la sociedad su “perversión y monstruosidad”; en su discurso, las vidas de los delincuentes no debían ser un buen ejemplo, especialmente para los jóvenes que eran los que llegaban a proliferar en las cárceles porfirianas. Incluso, la fotografía llegó a ser de carácter “amarillista” y sumamente turbadora, como se demuestra en el caso del asesinato del bandido Enrique Chávez (“Un bandido célebre”): el cadáver, apoyado al parecer en una banca de madera, muestra un rostro ensangrentado, al igual que su camisa de manta. Con los ojos cerrados y la cara sumamente golpeada, Chávez parece dormir. No sin razón el dramatismo de esta fotografía sirvió para ser incluida en el primer número de Argos. Pareciera decir: “Esto es lo que le sucede a los que se van de bandidos”. La toma fotográfica de Chávez (7 de abril de 1907) es de las pocas que no procedieron de la cárcel misma, sino que debió realizarse poco tiempo después del asesinato. Un documento valioso anexo es propiamente el texto que la acompaña y que representa un reportaje, más propio de una “nota roja” y que, aunque ajeno a Argos, que solamente lo reprodujo, vale la pena rescatar completo. “Publicamos el retrato del famoso asesino y bandido Enrique Chávez, que durante algún tiempo ha sido el terror de una parte muy extensa del territorio de Tepic .Chávez pudo muchos meses burlarse de las autoridades, y cometió toda clase de fechoría, logrando hacerse célebre por ellas y por su audiencia. “Ha muerto a manos de unos vecinos de Pochotitán, en los momentos en que se preparaba hacer una de las suyas raptándose una muchacha, según lo asevera Lucifer, semanario de Tepic. “Del mismo colega tomamos los siguientes datos biográficos. “Enrique O. Chávez era de San José del Conde, tenía treinta y seis años, se casó por lo civil el 7 de septiembre de 1901 con Petra Gómez, verificándose el matrimonio religioso al día siguiente. Era de buena inteligencia, audaz, valiente, gran nadador, excelente jinete y tirador notabilísimo. Por desgracia, inutilizó y manchó sus aptitudes consagrándolas al mal, pues llegó a convertirse en un bandido sin fe ni ley, en un monstruo, en una bestia feroz; pero la sociedad, el Territorio entero han respirado, como si les quitaran un peso enorme. La tensión moral era ya terrible, insoportable, el terror dominaba a todos. Además, últimamente, Chávez se había convertido en un plagiario, y en compañía del “Cucho” imponía préstamos forzosos, realizando robos más o menos descarados. Apareció hace unos días en Jala, en Garabatos, en Ahuacatlán, de una manera casi pública, y en las dos primeras localidades estuvo pidiendo dinero que no le pudo ser negado. Las personas a quienes había amenazado con la muerte vivían en una angustia incesante y en una incertidumbre aterradora. A cada momento se les figuraba ver aparecer al terrible homicida y caer muertos a sus pies. Semejante situación apenas puede concebirse; pero es completamente verdadera. No ya sólo en los lugares que de ordinario frecuentaba el bandido, sino en todas partes se le esperaba y se le temía”. Para un bandido como Chávez, la muerte tenía que estar a su altura: en medio de un combate. Morir como bandido, en pleno enfrentamiento y todo por “robar” a una mujer. Bajo la orientación positivista contenida en el lema de “orden y progreso”, el bandidaje debía ser un “anacronismo”, y qué mejor que un bandido muerto: “El miércoles santo a la una de la tarde, llegó Enrique Chávez a la orilla de Pochotitán, solo, en un magnífico caballo tordillo y llevando del diestro una mula. Se le atribuye el propósito de robarse una muchacha, y se narra que en esa operación fue sorprendido por un anciano llamado Bardomiano Cavadas y por un joven de nombre Eduardo Hernández, pariente de los muy conocidos Hernández, de Puga, de la familia de Custodio Hernández. Hernández resultó con una herida leve de bala en una mano y Cavadas recibió dos balazos: uno que le atravesó una pierna y otro que le hirió el antebrazo, quedando la bala adentro. Enrique Chávez recibió una puñalada, leve, en el pecho, un balazo que rompió la aorta, otra por la espalda que destrozó los intestinos, y otro que le atravesó en sedal un muslo, y una herida de arma blanca en la mano derecha. Los pormenores verdaderos de esa tremenda aventura sólo los conocen los heridos, que son caleros de profesión y que se encuentran en el Hospital Civil de esta ciudad, a disposición del juzgado de Primera Instancia de lo Criminal”. El trágico fin del bandido Chávez es también la historia de las muchas gavillas de bandidos, abigeos, plagiarios y asaltante que representaron no sólo para Jalisco, sino para todo el país, un grave problema de seguridad pública. Sin embargo, no hay que olvidar que estos grupos fueron los primeros que combatieron a las tropas extranjeras cuando invadieron nuestro país y además, que diversos actos considerados como “bandidaje” estuvieron asociados a rebeliones sociales. En el transcurrir de la dictadura porfiriana, las antiguas gavillas de bandoleros modificaron su organización y, de contar con un número bastante amplio de integrantes, pasó a ser sumamente reducido; las razones bien pudieron ser producto de la modernización de la gendarmería estatal, la aplicación de la “ley fuga” y de la famosa frase “mátalos en caliente”, tan en boga en el porfiriato, y hasta la dureza del Código Penal, que consideró la aplicación de la pena capital para este tipo de delitos. 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