La nueva película de Frankenstein dirigida por Guillermo del Toro está causando sensación. Fiel a su estilo personalísimo, Del Toro se atreve a reinterpretar una de las obras que más ha sacudido la cultura occidental desde su publicación en 1818. Mary Shelley, con apenas dieciocho años, escribió- quizá sin saberlo del todo- una obra perturbadora e inquietante que difuminó los límites entre la ciencia y la ficción. Abrió espacio para una conversación sobre la responsabilidad moral detrás de las conquistas tecnológicas del ser humano, y sus aspectos bioéticos. Del Toro recoge ese impacto cultural y lo estira hasta sus límites para presentarlo en pantalla con una fuerza mitológica. Su estilo barroco, imaginativo y lleno de símbolos se demuestran en cada detalle: desde el vestuario, hasta la escenografía. Pasando por decisiones aparentemente menores que, en realidad, están cargadas de significado. Ahí está, por ejemplo, la inspiración en los ataúdes metálicos Fisk del siglo XIX con “ventanas” para ver el rostro del difunto, o ese gesto insistente de Víctor Frankenstein tomando leche cada vez que aparece. Nada es accidental, esta película ha estado formándose en su imaginario durante más de veinte años.Uno de los giros más interesantes del director es el fortalecimiento del personaje de Elizabeth. En el libro, Elizabeth es casi un símbolo, una figura secundaria narrada por los recuerdos idealizados de Víctor. En la película, interpretada por Mia Goth, se convierte en un protagonista moral y emocional. No es solo el objeto del deseo imposible de Víctor: es la encarnación de la madre perdida. La mujer destinada a nutrir, proteger y sostener que, en el caso de Víctor, desapareció demasiado pronto. De ahí la leche. Del Toro hace visible esa carencia primigenia, esa herida infantil que el propio Víctor intenta negar y que se manifiesta en su relación rota con lo femenino.Elizabeth porta un rasgo característico del arquetipo femenino: una suavidad vigilante y confianza paradójica, unos ojos que quieren encontrar el bien hasta en lo que parece desagradable o monstruoso. El eco de Eva confiando a ciegas en la serpiente del Edén aparece de fondo. Esta figura etérea y extraña, reconoce en el monstruo algo que su creador no puede ver: la posibilidad de pureza. No fue creado por Dios, y por lo tanto no carga con el peso del pecado original. Surge del ego académico de Frankenstein que una vez logrado su cometido, una vez “atrapada la presa” pierde el interés de la caza. La criatura queda abandonada, y paradójicamente más inocente que su creador. Queda frente a nosotros un monstruo que exhala una inocencia que incomoda. Una pureza total del espíritu que, por más precisión anatómica, no puede ubicarse en el cuerpo. No me di cuenta hasta que leí la novela de Shelley, que al monstruo no se le da un nombre. El imaginario colectivo- que muchas veces no ha leído el libro- relaciona a Frankenstein con el monstruo, no con el doctor. Pero tal vez está ahí la clave del mensaje: el verdadero monstruo es Víctor Frankenstein, no la criatura. Al final, la lectura más honda de Frankenstein es casi bíblica: la criatura es aquel ser que vino al mundo sin amor, sin bendición y sin nombre. Y un hijo sin nombre queda a merced del caos. Del Toro rescata justamente eso: muestra cómo la ausencia de una madre -de ese primer rostro, esa primera voz, esa primera leche- puede quebrar incluso la inteligencia más brillante. Al colocar la pureza en la criatura y la soberbia en el creador, Del Toro nos recuerda que la verdadera monstruosidad nunca es anatómica: es espiritual. Y que, sin amor, cualquier hombre puede convertirse en Victor Frankenstein.@luciachidan