Guadalajara solía ser un lugar reconocido por su oferta gastronómica. Y no precisamente por sus platillos típicos (aunque nos gusten mucho). Más bien, porque florecieron extraordinarios restaurantes de todo tipo y a precios razonables. Como si el paladar tapatío hubiera sido alguna vez un juez severo.Uno de los grandes mitos urbanos cuenta que muchos restaurantes abrían primero una sucursal en Guadalajara para ver si funcionaban. La lógica no fallaba ¡si convences al tapatío, convences al mundo entero! El sello de aprobación jalisciense estaba por encima de la estrella Michelin.Tratándose de comida, los tapatíos somos, o éramos, exigentes por vocación, pero también cuidadosos con el dinero por herencia alteña, así que pagamos solo lo justo. Lo justo, entendido como el monto exacto que no nos hace sentir estafados, ni nos obliga a admitir que somos codos.Y, gracias a esta exigencia, además de nuestras extraordinarias fondas y puestos callejeros como el Profe Jiménez, Doña Guille o las Hermanas Coraje, o restaurantes familiares como Pipiolo, se consolidaron en la ciudad magníficos restaurantes de tradición como el Recco, Pierrot, la Copa de Leche, Suehiro, el Círculo, il Duomo, Da Massimo, la Alemana, la Estancia Gaucha o Anita Li, que han pasado a ser parte de la historia y el imaginario colectivo de la ciudad. Sitios donde uno podía comer sin tener que publicar el platillo para demostrarle al mundo que, efectivamente, estaba comiendo.Hoy quedan solo unos cuantos sobrevivientes. El resto se fue lentamente, dejándonos con un dejo de nostalgia y zozobra, con la interrogante de dónde se podrá aprender a comer bien y disfrutar la experiencia, realmente, no como simulación para las redes.Recuerdo una escena de la serie Nada donde Manuel, un crítico culinario, habla de los tres estadios de la gastronomía china: el Wen, el Zhao y el Wogh. El primero, es comer por necesidad; el segundo, por gusto; y, el Wogh, es ese bocado que te tumba defensas emocionales, como en Ratatouille. Para mí, estos restaurantes me enseñaron dónde buscar el Wogh; me trasladan (o trasladaban) a aquel momento en que mis papás me enseñaban que la comida también era un acto de cariño, que el compartir el pan y la sal nos permitían tener un momento de respirar, no solo un contenido para Instagram o TikTok.Pero esas tradiciones están en peligro de extinción. Y el principal depredador no es la ausencia de buenos cocineros, sino las redes sociales y los restaurantes construidos como sets de telenovela, diseñados para fotografiar. Lugares donde la gente va a comer experiencias, pero sale con hambre o mal sabor de boca.Llegaron los restaurantes con precios estratosféricos y con menor sazón y tradición, pero con millones en producción: pantallas gigantes, cientos de libros en las paredes que jamás serán leídos y espejos en los baños de aparador. Que una vez pasada la moda desaparecen, pero regresan disfrazados y con nuevo nombre, pero igual de insípidos.La comida dejó de ser sabor para convertirse en fotografía. Y así, mientras los restaurantes icónicos se extinguen, proliferan espacios de la banalidad culinaria donde el paladar es lo de menos y cuyo propósito es provocar “FOMO” a los demás.Por fortuna surgen espacios que, sin tantos flashes, redefinen y abrazan la tradición, sumándose a la identidad de la ciudad, como el Desconchadero del Caguamo, Xokol, Ixtle o Buscapié, por mencionar algunos de los que recientemente he descubierto. Perdamos la fe en los influencers y foodies, olvidemos las redes y disfrutemos la comida. En Guadalajara aún se puede encontrar el Wogh, solo hay que dejar el teléfono.hecromg@gmail.com