La legislación que busca prohibir las terapias de disuasión de orientación sexual levantó la polvareda y sacó, como suele suceder en estos casos, lo peor de los dos bandos, las expresiones más absurdas y radicales que lejos de ayudar a comprender el fenómeno y solucionarlo nos llevan a posiciones irreductibles.Lo que busca la legislación es prohibir las terapias que se ofrecen como solución para aquellos jóvenes que manifiestan un orientación sexual hacia el mismo sexo. Es un absurdo que existan, pues se está tratando un derecho, el derecho a decidir la propia personalidad y el derecho a decidir a quién amar, como si fuera un enfermedad. La orientación sexual no es una enfermedad, no es una distorsión, no es una desviación social, es simple y llanamente una preferencia, una decisión personal de a quién desear y cómo hacerlo, como hay tantas otras decisiones y preferencias que son personalísimas. En algunas religiones esto es considerado como un pecado y eso ha convertido la sexualidad de otros, en la que absolutamente nadie debería meterse, en un tema de crispación social.Tratar un derecho como una “enfermedad mental curable”, que es lo que venden los cursos, no es solo un absurdo sino un charlatanería, como lo son las dietas milagro, los remedios contra el cáncer a través de baños de luna, etcétera. ¿Debe el Estado prohibir explícitamente este tipo de ofertas de salud que no tienen una base científica? ¿Deberían todos los cursos y promesas ser regulados por la Cofepris? ¿Dónde termina el derecho a la creencia y comienza el deber de la ciencia? Si hubiera respuestas fáciles, directas y compartidas a estas preguntas no estaríamos en medio de este debate y estas muestras de intolerancia, pero no las hay, porque en todo proceso médico hay algo inmanente y necesario de creencia y en todo proceso de creencia hay una pretendida búsqueda de bases científicas. La charlatanería debería ser tratada como tal sin importar la materia de que se trate, esto es, no debería ser necesario legislar específicamente en torno a estos cursos que no son sino una muestra más de los engaños en torno a la salud que el Estado debería evitar porque se trata de fraudes, un delito perfectamente tipificado en nuestro código penal. No obstante, es comprensible la acción directa del Congreso por tratarse de un tema particularmente delicado e ideologizado. Lo que no podemos permitir en aras de ninguna causa es la quema libros o la imposición de ideologías en las leyes. Tan malo es que los grupos conservadores ejerzan presión por motivos ideológicos como que se quiera erradicar simbólicamente una forma de pensar a través de la quema de una de sus expresiones más solidas, que es el libro.Quemar libros, o periódicos como se hizo en la campaña de 2018, desacredita a quien lo hace. Nunca las ideas, por malas que sean, merecen ser incineradas.Las hogueras queman la democracia. diego.petersen@informador.com.mx