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La ciudadela interior (II)

La ciudadela interior (II)
¿Realmente todo lo privado y personal es político? ¿Acaso no es el exceso de politización lo que en tiempos recientes nos ha aislado y polarizado? ¿Revitalizar la democracia no pasa también por defender la esfera privada? ¿No hay en la individualidad y en el cultivo de la mente, en la amistad y en la familia, una poderosa fuente de alegría y sentido?
Pensadores griegos y romanos, como Platón y Marco Aurelio, creían que cada individuo posee una ciudadela interior, una acrópolis personal dotada de libertad: nuestra alma, nuestra vida espiritual. A propósito de esta ciudadela, que no es sino “la inteligencia libre de pasiones”, el emperador-filósofo apuntó que “el hombre no dispone de ningún reducto más fortificado en el que pueda refugiarse y ser en adelante imposible de expugnar. En consecuencia, el que no se ha dado cuenta de eso es un ignorante; pero quien se ha dado cuenta y no se refugia en ella es un desdichado”. Si Marco Aurelio viviera, nos exhortaría a refugiarnos más en nuestra alma (y menos en la redes sociodigitales y la Internet).
Platón pensaba que no está en mis manos remediar los males de la sociedad y deshacer todos los entuertos. Pero puedo aspirar a presidir de manera soberana “la organización política dentro de mí”, mi vida moral, mi interioridad psicológica. A diferencia de las ciudades realmente existentes, en nuestra vida privada podemos confeccionar el orden que queramos: gozar de la belleza, entregarnos al espectáculo de la verdad, practicar el bien y la justicia ideales. Encontramos alegría, estímulo, paz interior y vitalidad, en el amor, la amistad, la familia, la conversación, la lectura, el arte, la religión y la vida del espíritu. En la vida privada e interior, encontramos, pues, salvación frente a la degradación de nuestros cuerpos y frente a la irracionalidad e injusticia que hay en toda sociedad política (aun en la más democrática).
Una dilatada vida privada exenta de triunfos en la arena pública no suele considerarse “exitosa”. Pero acaso allí radiquen las satisfacciones más auténticas, incluso para los príncipes y gobernantes. Maquiavelo, quien no dudaba de la existencia del alma (“amo la patria mia più dell’anima”), escapaba de la malignidad de su fortuna —las penurias de su autoexilio: pobreza, rusticidad, desgracia política— leyendo cada noche, en la intimidad de su estudio, las obras de los clásicos antiguos y modernos. Soberano hombre político, Maquiavelo hallaba en la lectura un alimento espiritual y una razón por la cual empeñarse a seguir con vida en medio de la adversidad.
Vale la pena citar en extenso un fragmento de la famosa carta que el humanista florentino escribió a Francesco Vettori, en diciembre de 1513, mientras estaba exiliado redactando El príncipe. Es uno de los mejores panegíricos de la lectura, el cultivo del alma y el humanismo que el Renacimiento nos legó:
“Cuando llega la noche, regreso a casa, entro a mi escritorio y en la puerta me despojo del traje cotidiano, lleno de tierra y lodo, y visto regias y solemnes galas; y así adecuadamente revestido, me introduzco en las antiguas cortes de los antiguos hombres que me reciben amorosamente, y me nutro de ese alimento que sólo a mí me pertenece, y para el cual nací, y no me avergüenzo de hablar con ellos y de preguntarles la razón de sus acciones. Y ellos con gran humanidad me responden; y durante cuatro horas no siento tedio alguno, olvido toda angustia, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: me les entrego entero”.
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