Jueves, 26 de Diciembre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Recién se estrenan las aguas y una prolongada lluvia desciende sobre la ciudad que aun exuda los calores que al fin parecen ceder. Ciertas calles se convierten en prósperos arroyos pasajeros. El jardín bien sabe a dónde ha llegado y dispone sus follajes para mejor aprovechar el temporal. El jazmín reacciona de inmediato y echa a andar sus maquinarias de savia para florecer después con tan agradecible brío.

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Siguen los hallazgos y los reencuentros con la antología Laurel. Un recordatorio del gran poeta que también fue el tan celebrado, y celebrable, Alfonso Reyes.

La pipa del Cantábrico

La pipa que ataqué en Lequeito llega humeando hasta Motrico,

donde suelta una murga marinera,

desde un balcón aéreo, su música a la plaza.

Casas negras -los ojos venecianos- se arrojan sobre el mar a pico,

Y, a lomos de la iglesia -telaraña de yodo-,

una inmensa red se solaza.

Hinchada de domingo, brinca en el frontón la pelota.

Ruedan por la calle en torrente los destrozos de música.

El aire en guiñapos irrumpe por la tarde rota,

y un agua de plomo en los regazos del muelle se acumula.

Anda en la resaca de boinas y camisas la danza

-pueblo vegetal que agradece los regalos del suelo.

Y cuando el cohetero sus racimos de estrellas lanza,

descorchado el astro,

saltan temblorosos rayos de sidra por el cielo.

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De la batea de las postales aparece una docena larga de faros. Su edad es indeterminada y algunos hay que ya por siglos han señalado, fieles, sus estratégicas posiciones que los barcos utilizan como referencia y orientación. Se acuerda la costa indómita de cuando hace mucho comenzó la tarea de darles, con vivo fuego, luces a los marineros.

Un faro hay, sobre la costa agreste que dispone de una amplia península para disponer sus señales. El farero, sabio, organizó una huerta que sobrevive de los vientos gracias a los muros que lo circundan. Una pequeña plaza alberga al faro -blanco y rojo- y a la casita de quien opera los fuegos. Más allá quedan los desfiladeros bravíos, las singladuras de los barcos que por allí se aventuran.

Otro se ha pintado todo de rojo y una bandera flamea en su remate. Graciosas ventanas rematan sus fachadas y es como un guardián, precavido y seguro, que se erige contra un cielo muy azul. Un puentecito se avanza, se adivina, sobre las aguas, en búsqueda de la vereda hacia la playa.

Uno es el atinado remate de un farallón espléndido, que, por la hora, brilla intensamente sobre el horizonte ahora en calma. Y la luz giratoria emite, incansable, sus destellos. Los acantilados verdean con densos árboles que se inclinan sobre las aguas. En el primer plano, láminas de piedra anuncian que la costa puede estar llena de escollos traicioneros.

Para otro la importancia se cifra en la verticalidad y el alcance que así logran sus luces. Se adivinan en su interior los caracoles de la escalera; y por fuera son evidentes las pasarelas una y otra vez ascendidas para mantener su mejor operación.

Una casita se acurruca, en esta vez, contra el fuste severo de la torre. Los celajes varían. Pero el faro imperturbable guarda contra viento y marea sus estelas de luz.

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No puede faltar, ni en estos precisos días, o en todos, la rememoración y la visita al tan profundamente entrañable Ramón López Velarde. Va un fragmento de El son del corazón:

Una música íntima no cesa,

porque transida en un abrazo de oro

la Caridad con el Amor se besa.

¿Oyes el diapasón del corazón?

Oye en su nota múltiple el estrépito

de los que fueron y de los que son.

Mis hermanos de todas las centurias

reconocen en mí su pausa igual,

sus mismas quejas y sus propias furias.

(…)


jpalomar@informador.com.mx

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