Domingo, 29 de Diciembre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Los nublados de la temporada son más livianos, el viento un poco más delgado tras el temporal que enfila su último tramo. Los jazmines insisten con sus vaharadas indescriptibles. Un olor que trae consigo, reunidas, todas las estaciones que sus guías han sabido conducir hasta ahora. Pero cada perfume siempre trae consigo un mismo y diferente olor. La clave está en una interpretación, vegetal y discreta, de todo lo que alrededor ocurre. El jardín y sus gentes, presentes e idas, el barrio con sus afanes, la vibración de la ciudad toda en tiempos de bonanza, en tiempos de apuraciones y premuras. Y de allí, una minúscula y honda seña del girar del planeta. Y no sería el universo completo sin la señal, clave y providente, de un jazmín en un jardín en marcha.

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Los empeños de una casa. Aguas que llegan, aguas que se van. Luz para mantener las nocturnas vigilias. Combustibles para la sucesión de alimentos, para la templanza del baño. Y sobre todo, el aire que levanta y hace durar, que da su cara y estampa a cada día. La casa como un humilde repositorio de lo que a su alrededor, bajo una luna indecisa o resuelta, sucede. Nunca cesan los empeños de una casa, cada día se anuda en la cadena de los tiempos, trae sus cuidados, sus minucias que constituyen el alma de la morada, junto con los movimientos del subsuelo, el girar de la tierra, el paso de las estrellas imperturbables. Una casa que ahora se reúne en cada final de la jornada, que acumula el sustrato de lo que requiere, de lo que entrega también a quien la habita.

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Una antigua herramienta ahora ignota. De la vieja huerta debió haber sido un apero robusto y fiel. Una gruesa lámina de fierro doblada para formar un cono. Un agujero en su manto sugiere el mango con el que debió de ser operada. Reaparece y trae consigo, desde la profundidad en que habrá pasado años guardada, el testimonio del hortelano que por todas las temporadas de secas removió la tierra para su mejor feracidad. Y el hierro resuena a trabajo honrado, a recias jornadas cubriendo los terrenos con su invitación a las aguas, con su bravía determinación por hacer fértiles los temporales. Reposa ahora, el triángulo de fierro, sobre un estante, como un visitante altivo, indiferente. En realidad es un entrañable recordatorio de la sucesión de herramientas que han vuelto habitable el planeta, se hermana con los primeros aperos que el hombre concibió, que arduamente fabricó. Triangulo de fierro, cono que profundiza la tierra, cifra y resumen de los trabajos humanos.

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Señales de vida sobre el planeta Tierra. Un impecable mosaico de fotografías da cuenta de la completa extensión terrestre. Es una composición de la benemérita National Geographic Society. Es el planeta de noche, con todas sus luces encendidas. Y con aquellas que, dispuestas a alumbrar, permanecen por lo pronto en la penumbra. La intensidad de las manchas de luz cobra mayor relieve en las regiones con más densas actividades, viajes, gentes. La fatiga del suelo, de las atmósferas, se puede percibir en esas manchas que señalan la profunda huella que la especie ha ido dejando sobre la Tierra. Descansa el ojo al comprobar cómo dilatadísimas regiones de África, de Sudamérica, guardan su oscuridad aún vigente, ofrecen un muy tenue y esperanzado verdor en la imagen propuesta. Porque es menester la luz, pero también la oscuridad para que la marcha terrena sea adecuada. Un acercamiento vertiginoso podría llevar a la ventana donde un niño se asoma a la noche, a su breve sombra que completa el equilibrio. O al fragor de fábricas inmensas, de enormes plataformas petroleras cuyos trabajos nunca cesan. Y alrededor, las sombras se repliegan. Los bordes de continentes y regiones resplandecen con mayor fuerza. En la vigilia que la fotografía muestra están los siete mil y tantos millones de habitantes del planeta. Instantes fugaces, irrepetibles de un viaje que desde hace millones de años prosigue. Esta fotografía fija ahora, rumbo al futuro, el destino de todo lo que bajo la luna yace y se mueve. Retrato de familia, instantánea de los trabajos de las noches y los días, constancia de un trayecto.

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De Jorge Guillén:

Los nombres

Albor. El horizonte
entreabre sus pestañas,
y empieza a ver. ¿Qué? Nombres.
Están sobre la pátina

de las cosas. La rosa
se llama todavía
hoy rosa, y la memoria
de su tránsito, prisa.

¡Prisa de vivir más!
¡A largo amor nos alce
esa pujanza agraz
del instante, tan ágil

que en llegando a su meta
corre a imponer: Después!
¡Alerta, alerta, alerta!
¡Yo seré, yo seré!

¿Y las rosas?...Pestañas
cerradas: horizonte
final. ¿Acaso nada?
Pero quedan los nombres.

jpalomar@informador.com.mx

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