La Palabra de Dios en las lecturas de la liturgia en este domingo trigésimo del tiempo ordinario, como en los domingos anteriores, nos invita a reflexionar sobre la oración. Orar significa dirigirnos a Dios para conversar con Él y como a nuestro padre que nos conoce y nos ama, pedirle lo que necesitamos. Pero debemos tener una actitud reverente, confiada, insistente y, sobre todo, humilde. Humilde, es decir, reconociendo nuestra propia realidad, sin compararnos con los demás, sin menospreciarlos; con nuestras debilidades, desvíos y ofensas a Dios y a los otros. Dios está listo a concedernos el perdón y lo que necesitamos, pero hay que insistir y perseverar con fe.San Pablo fundamentó su vida en Cristo tras su conversión y reconoció sus pecados con humildad, por eso confía en que Dios lo premiará, pues conoce la justicia del Señor que lo ha guiado para servir a los demás. En la parábola que usa Nuestro Señor en el Evangelio se ve con claridad cómo debe ser nuestra oración. Contrapone la plegaria del pecador arrepentido que no se atreve siquiera a levantar la vista, frente a la del fariseo hipócrita que se cree mejor porque cumple con nimiedades, y se ufana de ello, pero es injusto en lo demás.El mundo que nos rodea nos violenta hacia una realidad injusta en que se acepta la impunidad, el bienestar personal sobre el bien común. Vemos cómo se subraya el lujo, el desenfreno, la violencia, el robo, el abuso del débil y del marginado como algo natural. Son los mismos protagonistas los que se muestran como bienhechores de la humanidad, quienes proclaman la paz cuando lo que les interesa es la guerra, que le produce beneficios.Ésa es la actitud que condena Jesús, ésa no es una manera de acercarse a conversar con Dios y pedirle perdón. Javier Martínez Rivera, SJ - ITESO