Guadalajara, como todas las ciudades en el mundo, es una metrópoli que se transforma a diario. Eclosiona con sus habitantes, perece junto con sus individuos, marca el tránsito de vida de todos los que en ella nacieron, y a la par de acompañarlos, cambia en sí misma junto con las horas de los días, más allá de la memoria del tiempo y del viento.Es una ciudad que prevalece, que deja de existir, que dejó de ser la misma que era ayer, y que no volverá a ser mañana como se muestra hoy, porque solo existe en el instante. Las calles que caminamos, los barrios en los que crecimos, las cúpulas de los templos que se perfilan contra el cielo como los dedos de un gigante muerto, y todo aquello que encontramos cotidiano, no puede ser más distinto a lo que alguna vez se erigió en las tardes del pasado. San Juan de Dios, el Centro Histórico, la Catedral, no son los mismos monumentos que deslumbraron a los tapatíos de otras épocas. Aquellos edificios que en algún momento se creyó durarían para siempre, no tienen otro vestigio más que los recuerdos.Guadalajara no es la misma: la de Guadalajara de ayer, la Guadalajara que en algún momento se nombró la auténtica, solo existe en fotos, recortes de periódico, y archivos apolillados que se idealizan en el remanso de los recuerdos. Y junto con esa Guadalajara que ya no existe, se fueron lugares, monumentos, espacios donde los tapatíos de otrora disfrutaron; capillas, templos, lagos, cauces de ríos. Aquí un pequeño espacio para rescatar aquellos lugares que existieron alguna vez en Guadalajara, y que se perdieron en el transcurso del tiempo.